28 dic 2014

"Interestelar" por Angélica A. Alvarado. / Narrativa / Ci-Fi en Falcón I


Interestelar



 

A los desafortunados consumidores ocasionales de anti-retrovirales.


La paranoia empezó después del pinchazo. El agudo dolor en el dedo y la sangre propia en el guante fueron rápidamente sustituidos por náuseas y un frío glacial, síntomas de terror, sentimiento acostumbrado del personal del hospital de Coro luego de los constantes accidentes laborales. Siguió el protocolo:   
1) Notificación al supervisor. 2) Toma de muestra sanguínea al paciente. 3) Pastillas contra el VIH.
La espera de los resultados fue trastornante. Pensaba que si tan sólo hubiese tenido más cuidado, menos prisa, menos cansancio… No se habría aguijoneado mientras suturaba a ese paciente indocumentado que ni siquiera hablaba español. Al fin llegaron: ni VIH, ni hepatitis B o C, nada. Perfecto.
Pero el día que despertó con las orejas grises, supo que definitivamente algo no iba bien. Además llevaba una semana con un dolor de estómago pulsátil al que no había dado la más mínima importancia, lo atribuía a esas pastillas que tuvo que tomar o a que de nuevo Pipa (el perrero) no había lavado el infestante repollo. Ahora esto de las orejas… Y pensándolo bien, las pequeñas rosetas en la mano antes accidentada, que dolían a veces, ¿cuándo aparecieron?, ¿se estaban comenzando a elevar?
Intentaba recordar en detalle al extraño, alguna lesión en su piel o pista que orientara a una enfermedad contagiosa, no logró nada. Consultó a algunos colegas y se convenció de que no era grave, que al usar desparasitantes y ungüento mentolado mejoraría.
Después vino el dolor en la rodilla, que progresó a tobillo, a cadera y a la otra pierna. ¿Qué demonios tendría ese paciente, una rara enfermedad tropical? Para colmo las rosetas ascendían lentamente hasta el hombro. Consultó esta vez al infectólogo sin obtener diagnóstico exacto, sólo recetó analgésicos y antialérgicos.
Ya al décimo día del infortunio las rosetas le invadieron el rostro, la cabeza dolía hasta la alucinación, las piernas se entumecieron y las orejas permanecían de ese absurdo gris. Decidió que si moría de ninguna manera sería en el hospital, lo haría ahí en casa. Se abandonó a su cama y se hundió en lo que creyó sería su último sueño.
Despertó unas 16 horas después, inesperadamente el dolor de cabeza se había ido y tenía fuerzas para caminar. En el espejo vio que las orejas eran de un saludable color rosa y la piel sin manchas. Todo pareció reducirse a un enorme grano en la frente. ¡Qué suerte!... ¿Qué suerte?
La conducta natural de extirpar el absceso fue más dolorosa de lo común. Se rehusaba a salir. Un  intento enérgico dejó ver lo que yacía debajo de la piel magullada: un punto plateado, metálico, ¿pero qué…? Estrujó un poco más y distinguió lo que parecía una ventanilla minúscula. Ya no hizo falta más presión. La nave arrancó, su forma cónica iba rasgando la frente al salir, la combustión dejaba quemaduras. Hizo algunas piruetas en el aire y desapareció por la puerta abierta.
Fabiola despertó luego en la re-conocida emergencia del hospital. Con un parche en la frente y “confusión mental” según la escala de conciencia que aplicó el médico de guardia.



Texto escrito por Angélica A. Alvarado
Cátedra Libre de Literatura Agustín García
Diciembre 2014

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