Interestelar
A los desafortunados
consumidores ocasionales de anti-retrovirales.
La paranoia empezó después del pinchazo. El agudo dolor en el dedo y
la sangre propia en el guante fueron rápidamente sustituidos por náuseas y un
frío glacial, síntomas de terror, sentimiento
acostumbrado del personal del hospital de Coro luego de los constantes
accidentes laborales. Siguió el protocolo:
1) Notificación al supervisor. 2) Toma
de muestra sanguínea al paciente. 3) Pastillas contra el VIH.
La espera de los resultados fue trastornante. Pensaba que si tan sólo
hubiese tenido más cuidado, menos prisa, menos cansancio… No se habría
aguijoneado mientras suturaba a ese paciente indocumentado que ni siquiera hablaba
español. Al fin llegaron: ni VIH, ni hepatitis B o C, nada. Perfecto.
Pero el día que despertó con las orejas grises, supo que
definitivamente algo no iba bien. Además llevaba una semana con un dolor de
estómago pulsátil al que no había dado la más mínima importancia, lo atribuía a
esas pastillas que tuvo que tomar o a que de nuevo Pipa (el perrero) no había
lavado el infestante repollo. Ahora esto de las orejas… Y pensándolo bien, las
pequeñas rosetas en la mano antes accidentada, que dolían a veces, ¿cuándo
aparecieron?, ¿se estaban comenzando a elevar?
Intentaba recordar en detalle al extraño, alguna lesión en su piel o
pista que orientara a una enfermedad contagiosa, no logró nada. Consultó a
algunos colegas y se convenció de que no era grave, que al usar desparasitantes
y ungüento mentolado mejoraría.
Después vino el dolor en la rodilla, que progresó a tobillo, a cadera
y a la otra pierna. ¿Qué demonios tendría ese paciente, una rara enfermedad
tropical? Para colmo las rosetas ascendían lentamente hasta el hombro. Consultó
esta vez al infectólogo sin obtener diagnóstico exacto, sólo recetó analgésicos
y antialérgicos.
Ya al décimo día del infortunio las rosetas le invadieron el rostro,
la cabeza dolía hasta la alucinación, las piernas se entumecieron y las orejas
permanecían de ese absurdo gris. Decidió que si moría de ninguna manera sería
en el hospital, lo haría ahí en casa. Se abandonó a su cama y se hundió en lo que
creyó sería su último sueño.
Despertó unas 16 horas después, inesperadamente el dolor de cabeza se
había ido y tenía fuerzas para caminar. En el espejo vio que las orejas eran de
un saludable color rosa y la piel sin manchas. Todo pareció reducirse a un enorme grano en la frente. ¡Qué
suerte!... ¿Qué suerte?
La conducta natural de extirpar el absceso fue más dolorosa de lo
común. Se rehusaba a salir. Un intento
enérgico dejó ver lo que yacía debajo de la piel magullada: un punto plateado,
metálico, ¿pero qué…? Estrujó un poco más y distinguió lo que parecía una
ventanilla minúscula. Ya no hizo falta más presión. La nave arrancó, su forma
cónica iba rasgando la frente al salir, la combustión dejaba quemaduras. Hizo
algunas piruetas en el aire y desapareció por la puerta abierta.
Fabiola despertó luego en la re-conocida emergencia del hospital. Con un
parche en la frente y “confusión mental” según la escala de conciencia que
aplicó el médico de guardia.
Texto escrito por Angélica A. Alvarado
Cátedra Libre de Literatura Agustín García
Diciembre 2014
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