Día tras día nos sentábamos en la mesa, y esos eran los minutos más inquietantes para mí, todos los días mi viejo se quejaba de sus bolsillos vacíos, era muy mal pagado y con el tiempo su carácter se había tornado algo lerdo, papá trabajaba en el sanatorio del pueblo, cuando cesaba su alegato llorón de todos los días, no quedaba más que dar gracias a Dios por los alimentos recibidos, entonces mamá ponía en los platos de mis hermanitos carne, mucha carne, para que saciaran el hambre que diariamente nos atacaba, mi madre lloraba y yo no entendía por qué, pues, había comida en la mesa, pero mi padre metía las manos en nuestras vajillas y nos quitaba una porción, nos decía que debíamos guardar un poco para mañana, porque la gente del pueblo se estaba quejando mucho de los cuerpos que salían incompletos de la morgue del sanatorio.
Iván Gómez
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