14 jul 2010

Tercera Edición. Música para Camaleones

Editorial: Instrumentos musicales hay muchos, de cuerda, de viento, de percusión... Infinita es la contemplación de palabras que podemos emplear para tratar de encerrar a cada uno de ellos en una gaveta que nos permite identificarlos con mayor facilidad. Sin embargo, semejante crimen no podemos, ni podríamos jamás, cometer con la imaginación de un escritor capaz de plasmar en las más impensables escalas, con palabras que diagraman el tono perfecto, preciso para que nuestros sentidos redoblen y nuestra piel se erice estridentemente al compás de sus letras. El escritor puede crear su propio instrumento, generando de la música que extasía nuestra vista y letra que coloca en estado de lívido a nuestros oídos. ¡El escritor puede volar!.
Luis D. Ramones.

ALGUNOS TEXTOS


Tardes de música

Un sonido grave y sostenido corta el aire con su vibración profunda. En cada nota parece estar condensado todo el dolor del universo, los más recónditos abismos de la existencia, un sentido de la belleza complejo y extensivo. Como siempre, los jueves en la tarde Ernesto participa de ese gesto de comunión compartida que supone escuchar música en vivo. Se presentan en un parque al aire libre, en la zona colonial de la ciudad, a esa hora propicia para naufragios interiores en que la noche le gana el combate a la luz. Son diferentes músicos, a veces un conjunto de salsa, otras de jazz, algunas veces solistas, un intérprete del violín, del piano, y de vez en cuando aparece un misterioso saxofonista, que le llama la atención porque, por momentos, le ha producido la impresión de padecer más que de disfrutar de su interpretación. Asemeja por instantes ser el esclavo de un mágico conjuro o maldición.

Para Ernesto esa breve visita al parque para escuchar música significa la ruptura de dos continuos de soledades, resume la hora más plena de su semana.

En la tienda donde trabaja como dependiente no se suspende ese como de mar de soledad en el que vive, debido en parte, al fenómeno tan común de nuestros días del individualismo, pero también a las circunstancias más pedestres de tener a su familia en una ciudad distante, y al hecho de ser más bien de pocos amigos, de encontrarse cómodo consigo mismo y su, un tanto desbocada, imaginación. En la tienda por departamentos donde se gana la vida, los compradores se aproximan al mostrador, cada uno con una petición, una corbata, un perfume, unos pañuelos, a veces algo un poco diferente como una pipa o un barco dentro de una botella, pero el breve diálogo que se entabla no llega casi nunca a ser una conversación, mucho menos una comunicación. Las palabras gravitan alrededor del objeto casi siempre fetichizado, que se desea, que se puede o no poseer. Si es adquirido, el comprador se aleja con esa incandescencia de poca duración de anhelo logrado, de la satisfacción obtenida. Si está fuera de sus posibilidades, también el peso de la frustración es como una materia impalpable que rodea al que se aleja. Ernesto no es más que un casi invisible, pero necesario, intermediario en ese posible intercambio de dinero por sueños más bien fraudulentos.

Hoy es jueves, Ernesto trata de apresurarse, pues la aparición en último momento de una señora de cierta edad lo ha retrasado para su cita musical. Al llegar ya hay un pequeño grupo sentado, ocupa su silla y el que va a tocar es ese raro saxofonista, Ernesto se relaja y se prepara para la irrupción del sonido, uno de esos escasos sonidos que enriquecen más que contaminan el silencio. El paisaje que van dibujando las notas lo traslada a la noche angustiosa en que se percató que el instante que parecía eterno de la juventud había pasado, y que lo que se avecinaba era la temida vejez, con sus indefensiones y dependencias, con el espejo revelando un rostro que cada vez se va desconociendo en su imagen. Hoy el saxo le ha mostrado en sus notas todo lo hermoso y terrible de esa constatación. Al finalizar el concierto, regresa a casa melancólico, como flotando en un río de aguas revueltas, una vez en el piso la rutina impone sus pequeñas tiranías: lavar los platos del almuerzo, recoger un poco la ropa y los objetos desperdigados al azar, preparar un sándwich para cenar. Ante la televisión cabecea y luego de entrever un programa de concursos, decide irse a la cama. Ahora tiene la curiosa sensación de ser cada una de las notas de esa tarde, de viajar por el tubo cóncavo del saxo y de sentir la multiplicidad de vibraciones que están por salir expulsadas por el cuerpo dorado y reluciente. Se despierta sobresaltado por el carácter tan vívido de lo soñado, y porqué no, por lo extravagante de ciertas experiencias oníricas. Las semanas se suceden para Ernesto con un movimiento gris, sólo modificado por el episodio musical, es una ciudad de pocos sobresaltos, aunque a veces ocurren cosas, como la vez del asesinato de un fiscal, y entonces se pone en evidencia la podredumbre que en ocasiones subyace a estas, en apariencia, tranquilas ciudades. Narcotráfico, sicariato, formas de criminalidad de grandes ciudades ya comienzan a irradiarse en ciudades más pequeñas, en una expansión de la violencia que parece necesitar cada vez más espacios y crímenes para continuarse y aumentar su poder. Sin embargo, la muerte, por muy cruenta o agresiva que sea, al ser lo que le ocurre a los otros, a los pocos días deja apenas una leve impresión en la memoria de quienes sólo la presencian a través de los periódicos. Extrañamente, esta semana la idea de la tarde en el parque resulta para Ernesto una visión de desasosiego. Teme y desea a la vez que llegue el día jueves, como si esa tarde su vida pendiese de un hilo. Pero los días avanzan sin prisas, y el día esperado llega, poco a poco se van congregando los escasos melómanos de ese arte tan diverso. Ernesto los ve desde la distancia, duda antes de acercase y sentarse en su silla de siempre, y siente por primera vez el impulso urgente de salir huyendo. Pero la costumbre se le impone como sus rígidos mecanismos, y comienza el concierto. Esa noche, al final de la música solitaria y personal del saxo, nadie se percata de que se van todos, menos uno.

Maylen Sosa Silva


SEXO Y SAXO

-¡Estúpido Joaquín!- Se repetía mientras avanzaba por las calles húmedas y oscuras de aquella fría ciudad, cada paso que daba proclamaba al asfalto la furia de su ego de mujer herida, Anabel, cuya silueta se desplazaba por las paredes de las casas silentes poseídas por el sueño, vista desde el extremo de esa calle por la que transitaba, parecía una aparición fantástica sacada de los mundos de los elfos de Tolkien. Caminaba furiosa su Joaquín de toda la vida la había dejado esa noche plantada en un café de la ciudad, lucía un insinuante vestido rosa que danzaba libremente en cada paso.

-¡Tac, tac, tac!- Anabel se detuvo y miró atrás, unas pisadas secas y una andar lento detrás de ella le hicieron paralizarse, apresuró el paso, las pisadas se detuvieron y una extraña melodía empezó a sonar, era suave, pero a su vez fuerte, volvió a detenerse y la melodía comenzó a embriagar la atmósfera, unas gotas frías tocaron su frente y un tintinear de mil gotas acompañó a aquel sonido que comenzaba a llamarla, a reclamarla, ya no hubo miedo y decidió volver y encontrar el origen de todo aquello, primero un paso corto, luego otro más largo y sin saber, cómo ni por qué, daba vueltas y abría sus brazos, miraba al cielo gris y cerrado mientras la lluvia tocaba su rostro, acariciaba su piel, la bañaba toda, así anduvo un corto tramo y en el umbral de una casa antigua, en las escaleras que llevaban al portal, tocaba un hombre un saxofón, todo él era una sombra, unas manos blancas delicadas, unos dedos largos y de movimientos gráciles eran bañados por la luz del farol diagonal a aquella calle. La música seguía y su sangre, sus piernas, sus brazos, su tórax, pedían a gritos dejarse seducir por aquella mágica melodía.

Sin importar quién, ni reparar en qué ni por qué, comenzó a danzar loca bajo la lluvia, liberó sus pies de las ataduras de la moda, sintió la dureza mojada del asfalto que le abría el escenario perfecto para tamaña locura. Danzaba y la sombra que tocaba el saxo, se movía al compás de sus gráciles movimientos, cerró sus ojos y ya no era ella, era un alma libre con las alas de la música que la poseía; sintió un cuerpo que la rozaba, un saxo cerca de su cuerpo y la melodía cerca de su piel, él era su encantador y ella la serpiente hipnotizada, encantada, que salía de la cesta con sus movimientos seductores y llenos de veneno, se asió a él, le bailaba cerca, muy cerca, sentía su respiración cortada por el esfuerzo de hacer sonar el instrumento, tocó su cuerpo, lo palpaba, su cabello fino era largo y caía sobre sus hombros, no tenía camisa y su piel húmeda parecía brillar por el resplandor de las luces en las gotas que lo bañaban, el saxo cesó pero la música seguía.

Dos cuerpos bajo la lluvia tocaban una canción, unas manos frías recorrían cada vértebra, y del cuerpo de Anabel salía cada nota en su tono más intenso, ella se albergaba en aquel pecho frío mientras su boca ávida besaba la de aquel extraño que la tocaba toda, la estremecía en cada contacto con sus manos. Aquel, de quien no sabia nada, manejaba su cuerpo e interpretaba en él la música de su alma, tomó sus muslos la levantó y sintió el sexo húmedo y tibio que entraba en su ser, la consonancia de sus cuerpos se acoplaba a un torrente de notas aceleradas por latidos vibrantes que estremecían cada célula, sus poros mecanismo de octava por el que fluían desesperadas notas confusas y atormentadas por alimentar las pasiones de aquel espíritu, un sonido agudo, máximo como el del aire roto por el eco de una bala cayendo al vacío, la dejó suspendida en un encuentro con su propio abismo y, de allí un silencio que la bordeó, la dejó caer suave y delicada como una pluma.

Entreabrió los ojos, el aire húmedo comenzaba a cosquillear en su garganta, una claridad tenue empezaba a dibujarse, y allí a su lado un saxo y, sobre su cintura una mano que evidenciaba una noche de sexo.

Aneidis Oberto

LA GUITARRA

No creo que, necesariamente, haya que ser buena persona para ser un genio. De hecho, yo soy un auténtico miserable y todo el mundo, sin embargo, me ha considerado siempre un gran artista.

Mi historia comenzó hace ya bastantes años, cuando aún siendo un chaval, literalmente, me enamoré de la guitarra que Basilio colocó un día en el escaparate de su vetusta tienda. Hay que reconocer que Basilio siempre fue, él sí, un artista en atrapar clientes: en el centro del escaparate y sobre un precioso terciopelo rojo, colocó una hermosa guitarra. Como he dicho, yo apenas era un mozalbete y, sin embargo, en cuanto la vi, supe en seguida que estaría ligado a aquellas maderas y sus viejas cuerdas de naylon toda la vida.

Basilio, viejo amigo de mi padre, en seguida me permitió interpretar en aquella guitarra cada pieza que yo aprendía en el conservatorio. Y así, como un matrimonio bien avenido, pasábamos juntos muchas, muchas tardes. Aunque varias personas se interesaron en comprarla, Basilio nunca la puso en venta, ya que, sobre la mesa, estaba el compromiso que yo le hiciera de comprársela en cuanto ganara mi primer dinero.

Con el tiempo he sabido que las guitarras pueden ser como las mujeres: dulces y salvajes, o arpías y desagradecidas; sin embargo, con aquella guitarra yo tuve una gran suerte: siempre fue honesta y fiel, y devolvía con creces toda la pasión que uno le entregaba.

Con el tiempo, mis visitas a la tienda se hicieron regulares, ya que empecé a ensayar todos los días, e incluso me comprometí a ofrecer un pequeño concierto los miércoles y los viernes, más que nada para deleitar a los compradores asiduos de la tienda y personas amigas del barrio. Ni que decir tiene que en este ambiente tan favorable, todos celebraban alborozadamente cada nueva pieza, alabando mis continuos progresos.

Pasó el tiempo, y un día Basilio me ofreció la guitarra para hacer el examen fin de carrera.

-“Llévatela y ensaya en casa, con ninguna guitarra tocarás como con esta”-, me dijo. Lo miré y lo abracé. Él tomó la guitarra y, suavemente, la guardó en un estuche forrado de un precioso terciopelo azul. Poniéndola en mis manos, dijo:

-“Déjalos boquiabiertos”-.

Asentí y salí de la tienda como si fuera Juliam Bream. Estudié y disfruté más que nunca. La llevaba al conservatorio y era la envidia de todos. Y tanta fue la envidia, tanto la admiración que causaba, que un día, después de volver de un descanso, me encontré con la dura realidad: ¡me la habían robado!

Cuando en un concierto un guitarrista abraza a su guitarra y pulsa sus cuerdas, no os engañéis, no está pensando en embrujar con su música al auditorio, o en enamorar a la hermosa chiquilla de la tercera fila, que también, qué carajo, realmente lo que hace es, casi siempre, acariciar la espalda de su alma y, en el mejor de los casos, arañarla con saña. La guitarra es, pues, su voz. Y, ¡ay!, para mi desgracia, a mí, esa tarde, me robaron la mía. Mi voz.

Infinitamente triste y cabizbajo regresé a la tienda, cerré tras de mí la puerta, y dije:

-“Basilio, me han robado la guitarra y no te la podré pagar”-. Él no levantó la mirada, con un trapito de ante siguió sacando brillo a un viejo saxofón, como si no hubiera escuchado nada. Después, dijo:

-”Escucha, esa guitarra ya no me pertenecía, te la ganaste con los conciertos que ofreciste gratis en la tienda. En verdad, nunca te los hubiera podido pagar, así que esa guitarra, desde hace bastante tiempo, es tuya. Lo siento por ti. Siento que te la robaran”. Se dio la vuelta, pero antes de que desapareciera en la trastienda, vi que se le saltaron las lágrimas.

Han de saber que no me resigné y a pesar del duro golpe, pedí prestada a un amigo su guitarra, hice el examen con ella y saqué las máximas calificaciones. Aún así, un miembro del tribunal se me acercó y me dijo:

-“Tu interpretación ha sido excelente, magnífica, pero, por favor, cambia de instrumento”-. -“Si lo sabré yo”, pensé.

Reconozco que vendí mi alma al diablo y que durante mi exitosa carrera artística busqué otras guitarras que sustituyeran a aquella, pero como se imaginarán, nunca la encontré, mi alma se enredaba y tropezaba entre los manojos de seis cuerdas una y otra vez, e iba a parar al fondo oscuro y fresco de cada una de aquellas guitarras, de manera que, definitivamente, nunca fue expuesta en público, siendo esa, si cabe, la más alta distinción de un artista.

Después de una vida llena de éxitos y ya al final de la misma, he decidido pasar mis últimos años en esta mágica ciudad de Coro. Es un viejo sueño acariciado por mí desde que, hace varios años, quedara maravillado viendo un reportaje sobre la ciudad en un programa del Discovery Chanel. Pensé, entonces, en venir a morir aquí, tranquilo, en medio de su extraordinaria luz, de los impresionantes y llamativos colores de sus casas y sus calles y de su aire limpio.

El caso es que, hace unos días, paseando por una de sus todavía desconocidas avenidas, escuché un timbre que me produjo un escalofrío especial e inesperado. Fue durante un segundo, y desapareció. Volví a pasear varios días por el mismo lugar, hasta que hoy mi corazón lo ha reconocido y ha empezado a latir descompasadamente. Al principio he pensado que era un estúpido ataque al corazón, pero no, simplemente ha sido la inquietud que me ha producido el timbre familiar guardado y ahora rescatado de quién sabe que lugar oscuro de mi cerebro, el timbre de una melodía que me ha emocionado, porque “ese”, era un timbre especial: sí, era mi voz, mi voz… ¡¡¡ mi guitarra !!!. Como el protagonista de “El Perfume”, me he detenido y levantado la cabeza sólo para aguzar los sentidos. He afinado mi oído e hipnótico, he seguido el rastro del sonido. Una calle, otra calle, un callejón…y, por fin, aquí estoy, sentado bajo un gran ventanal azul con barrotes amarillos a través del cual, fugazmente y sin ser visto, he observado a un niño de 11 ó 12 años interpretar de forma maravillosa el Preludio nº 1 de Villalobos, con mi guitarra, y no hay ninguna duda: ¡Es mi guitarra! ¡Mi voz! ¡Es mi voz! Y ese chiquillo la está entonando maravillosamente. Ya no me importa cómo ni cuándo ha llegado hasta aquí. Está sonando mi voz…

En mi pequeña libreta de anotar melodías, me he puesto a escribir rápida y desordenadamente este relato para que sepan que, feliz al fin, y cumpliendo el sueño más bello y elevado de cualquier artista, ahora sí estoy seguro de que mi voz seguirá sonando clara, limpia y joven, aunque yo, el guitarrista de la voz prostituida, ya esté muerto.

SUSO GONZÁLEZ


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