15 oct 2013

"Otra vez..." por María de los Ángeles



“¡Qué cosas tiene la vida, se me murió mi Mercedes!”, pensaba Don Guillermo García, mientras desayunaba un par de huevos duros y una rebanada de pan, que era lo único que sabía preparar; desde hace más de media década había sido el esposo de Mercedes Castillo, una mujer ejemplar, y ahora ella estaba muerta, y él se encontraba otra vez desayunando solo, en la cocina de aquella casa solitaria, la misma donde antes había pasado los mejores años de su vida junto a su mujer y su hijo, y donde ahora sólo habitaban junto a él: los rumores de los recuerdos.
Ya había pasado más de un mes desde  la muerte de su esposa y, a Don Guillermo lo último que lo mantenía con vida era la promesa que le había hecho a la difunta, eso y la convicción cristiana de que sí existe el más allá, y que después de la muerte podría reencontrarse con ella. Don Guillermo no había recibido en la casa a nadie desde la última noche de los rezos, ni una llamada telefónica, ya no recordaba la última vez que había visto a su hijo; todo esto acrecentaba el terrible miedo que tenía de en verdad estar muerto; debía hablar con alguien de inmediato, o verdaderamente comenzaría a morir.
Al salir  de la casa se encontró con calles nuevas y desconocidas , aún encharcadas por la lluvia de la madrugada, los locales le parecían extraños, y a las personas con que se topaba, las saludaba por mera cortesía, no recordaba haberlas visto jamás.
Pronto se dio cuenta que había olvidado la dirección adonde se dirigía, y resignándose a que entonces no debía ser muy importante, introdujo sus manos en los bolsillos del saco, para darse cuenta que no traía dinero consigo. “Ser jubilado tiene sus ventajas”, pensaba, mientras se dirigía directamente al banco, donde lo atendieron de inmediato por su condición de adulto mayor; para su sorpresa, la cuenta estaba sin fondos, el último retiro se había realizado la semana anterior desde una cuenta asociada, la de su hijo.
¡Esto es el colmo!, dijo entre dientes, y salió decididamente del banco, directo a la casa de su hijo, que al llegar no se encontraba, en cambio le abrió la puerta una nuera quisquillosa que lo recibió sin sorpresa. Después de comer el mejor almuerzo que había probado en días, se dispuso a esperar a su hijo en un mueble de la sala, pasaron varias horas; ya estaba a punto de marcharse cuando llegó su hijo, un hombre hecho y derecho que cariñoso le extendió sus brazos; Don Guillermo no entendía el descaro, le replicó que lo hubiese dejado sin un quinto para el resto del mes, y tanto fue su agite, el grado de exaltación  que sufrió un infarto.
Cuando despertó, miró a su alrededor y supo que estaba en una clínica, su hijo dormía en el mueble para acompañantes y cuando le dieron de alta fueron juntos a casa; durante el camino tuvieron tiempo para hablar, -Papá, se te están olvidando las cosas, le decía ju hijo.
… Aquí tienes dinero si te quieres comprar algo, la pensión la saqué del banco para evitarte molestias, en la nevera tienes comida, yo mismo hice la compra, no comas huevos todos los días  que se te sube el colesterol; sabes que no me mudo contigo porque mi mujer es muy quisquillosa, y con el embarazo no sabes como se pone… el lado bueno es que el bebé va a nacer pronto… y dejándolo en casa su hijo se marchó.
En un día nuevo, Don Gerónimo despierta, se sirve dos huevos duros y una rebanada de pan, que es lo único que sabe preparar, y lo único que come desde que murió Mercedes Castillo, su esposa.
La soledad lo abruma, piensa y tiene miedo de estar muerto, hace días que no habla con nadie, y su hijo, ese que antes había llenado aquella inmensa casa de vida, no lo viene a visitar desde hace meses, desde la última noche de los rezos.

Se pone su saco, se dispone a salir y se pierde en las calles, aún húmedas por la lluvia de la madrugada, otra vez va al banco para descubrir una cuenta sin fondos, otra vez a casa del hijo para reclamarle el atrevimiento o la ausencia, otra vez encuentra una nuera quisquillosa que le abre la puerta, esperar la llegada de su hijo, para que otra vez le diga: -Papá, se te están olvidando las cosas… 




María de los Ángeles Lugo, 2012

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