6 sept 2013

Textos sobre algunos desayunos.


Arcimboldo


En la Cátedra Agustín García solemos proponer imágenes para escribir al final de cada mes . Uno de los últimos meses del año pasado algún miembro propuso al "Desayuno". Disfrutamos mucho el producto de  ese ejercicio en la cátedra, por lo tanto  conversamos sobre retomar las publicaciones de la Cátedra de Papel y adjuntar estos textos en una edición de la misma, sin embargo,  hasta ahora no se ha concretado del todo.  Esperamos que pueda llevarse a cabo muy pronto; por ahora... nos sentimos a gusto publicando estos textos vía blog. Para este "desayuno", escribieron: Adrineli Canelón, Angélica A. Alvarado, Daniela Nazareth, Jesús Amalio Lugo,  Jhonathan Rosendo, Maylén Sosa, Liwin Acosta y Rafaella Núñez.





Tricotilomanía

por Jesús Amalio Lugo

                Sólo una hora. Pellizco mi pierna y me concentro en el plato, para relajar la ansiedad que asciende en mi pecho como la leche hirviendo. La cercanía de estas personas me sienta fatal y lamento haberme dejado llevar por aquel impulso idiota que arrastró a todos hasta aquí. Era una pregunta fácil porque no requería una respuesta seria. ¿Cómo te ves dentro de 5 años? Muerto. ¿Por qué? Porque en mi casa nadie me habla. Una profesora, una citación, dos llamadas, un especialista y una recomendación: “más tiempo en familia”. Familia, añadir comillas. Ahora  mamá nos obliga, a su marido número 3, a mi hermana y a mí, a participar en este simulacro de normalidad.
                No tengo pensamientos suicidas. Es sólo que hace tres años, mamá pidió, exigió, prohibió. Ni una sola palabra sobre lo que le pasó a tu hermana; lo que no se habla se olvida. Pensé que mi destino era la inexistencia, así como se borran las líneas de la carretera de tanto que los carros les pasan encima. No pensé en hacerme daño, no soy como ella. Por ello, no merezco  esta hora de suplicio y panquecas donde huyen las palabras. Aclaro que el problema no es el silencio, todos hablamos, sobre todo mamá. Ella siempre habla.
 -Nada-  Dice mientras acerca la jarra y llena  el vaso de su hija.
- Nada-  agradece ella con una sonrisa débil.
¿Nada?- Pregunta a su marido, que apenas aparta la mirada del periódico, para observarla y asentir.
                A nosotros él no nos mira, no sé si por  miedo o repugnancia. A veces, como quien no quiere, posa los ojos sobre la pañoleta de su hijastra y se estremece. Yo por mi parte también evito mirarla, me siento culpable, recuerdo y me dan nauseas. Hace tres años que papá se fue de la casa. Lo quiero, porque él iba a mi cama a darme un beso en la frente para tener buenos sueños. Lo odio, porque luego se dirigía a la cama de mi hermana, y la besaba donde se dan los besos para causar pesadillas.
                Mamá lo sabía, yo también. Pero no  tomó acciones inmediatas sólo esperó hasta que papá se escabullera por la puerta trasera y a que  los vecinos murmuraran y se codearan a nuestro paso, alarmando a  los abuelos, tíos y amigos que desde ese entonces, comenzaron a mirarnos diferente. Al principio pensé que lo había hecho por celos, como ella no tenía papá, me quería alejar del mío. Luego me invadió la culpa, sin hacer nada, estaba manchado, de algo pegajoso y negro. Ellas me lo confirmaron, dejaron de abrazarme y tocarme más de lo necesario. Mamá se encerró por tres semanas en su habitación y mi hermana  comenzó a usar la pañoleta. Hoy lleva puesta una roja, que oculta las penas de su cabello castaño. Yo la he visto a escondidas un par de veces, mientras se arranca los cabellos en el baño. Me pregunto si le dolerá. Pero de eso tampoco puedo hablar.
-Nada-  Bromeo, con la boca llena.
-  Nada. - Responde mi hermana y me saca la lengua.
                Mamá es… fuerte, dura y fría, como la mesa donde apoyo el codo, pero sin dejar de ser atenta. Al abandonar su encierro, pienso que congeló las emociones en el refrigerador. Se volvió metódica, y decidió que lo más importante de su vida era: su vida. Conoció al marido número 3, y como vio que no podía quitar lo sucio de nosotros, optó por remover las impurezas de la casa; poco le importó encontrar retazos de pelo debajo de los muebles  o de las almohadas.
Entonces ocurre, pasa la servilleta por sus labios y por fin, dice algo.
-Pienso…- expresa mirándome -…que eso que dijiste en clases, lo hiciste para llamar la atención, igual a lo que hace Mariza con su cabello.
                Fue demasiado lejos. Mi hermana tumba la silla y erguida comienza a temblar. Ella le pide que se siente, marido número 3 sigue leyendo, yo no puedo creer lo que ven mis ojos. La piel de mi hermana se ondula, como si miles de gusanos le corrieran debajo, está cada vez más hinchada y roja. Estalla. Literalmente, estalla. Revienta como un globo de agua y se desparrama emparamándome los zapatos. Estoy atónito.
Mamá se levanta.
-          ¡Dios mío -exclama llevándose las manos a la cabeza-  acababa de limpiar el piso!

     




Yo no desayuno



por Adrineli Canelón

          Despierto temprano, me visto (confieso que no siempre me baño), tomo mi pastilla y me llego hasta el café de la esquina. Saludo al “chef” sonriéndole (viva o muerta pero sonriéndole) y me siento en una mesa elegida al azar sin azar porque en realidad tengo un método. Ya con mi café al frente me dedico a observar, y más allá a contemplar. Aclaro: no es que no me dé hambre, no soy anoréxica ni bulímica, me dan antojos incluso, y el impulso me lleva hasta la nevera, pero la visión del olor me producen nauseas, el gusanito que me dejaron en la panza se retuerce violentamente, asume el control y termino tomando la jarra de agua y un vaso, para disimular, quizá. Pero Peter me enseñó que no necesito tener comida para comer. Por eso voy al café a contemplar, no imaginándome en el lugar de los comensales, sino disfrutando de lo que ellos tragan por inercia. Me vacilo la lechuga de la ensalada césar del tipo de lentes, la gotita de mostaza que cayó del sándwich de la flaca de al lado, el queso derretido de la empanada del chamo que me sonríe, y así los acompaño (porque no saben que están solos) y así como. Generalmente me quedo hasta que llega el señor que siempre se ensucia el bigote, él es mi favorito, come como un troglodita pero es de los pocos que lo disfrutan. Para cuando es hora de irme me grito que estoy satisfecha, y me obligo a pasar el resto a punta de cafés para la digestión del agua (no hay nada más que estimular), ignorando los puyazos hasta que desaparecen por un rato. Puede que me haya convencido de que es de esas cosas que son tan obvias que pasas por alto, pero ahora que me lo preguntas… La verdad, es que no desayuno.


 


El agua no tenía nada 



por Rafaella Núñez


Hoy andaba como nervioso, con las manos sudadas y la piel de gallina cada vez que soplaba el viento. Entré en una vereda muy estrecha, para salir a la calle 5. Caminé dos cuadras abajo, crucé en la esquina y llegué al negocio de la señora Antonia (a la que todos los días le compraba dos empanadas y un jugo de parchita). -¡Buen día!- dije, como era costumbre pero esta vez ella no contestó, había más gente que nunca, al parecer el negocio se estaba dando a conocer y la clientela aumentaba cada vez más. La señora Antonia estaba muy atareada y algo amargueta; noté que el sudor le corría por la frente como si se tratara de una cascada de agua, y en un movimiento brusco por querer limpiar su frente, las gotas de sudor fueron a parar justamente sobre las dos empanadas que estaba colocando sobre un platito rojo, luego tomó un vaso de plástico y sirvió jugo de parchita. Tragué grueso cuando puso todo eso frente a mí.



                Ahora era yo el que sudaba frio. Quería irme, salir corriendo, pero ya estaba allí, me daba tanta pena devolverle la comida, así que opte por comérmela. Fue tan difícil darle un mordisco a la primera empanada, el transcurso del tiempo se movía como en cámara lenta, quise despejar mi mente y acordarme un poco de los muslos de Martina, de su baile de anoche, pero los hilos del queso se enredaron entre mis dientes y se sentían como pelos, mi estómago se revolvió por completo y la señora Antonia veía mis gestos de asco y mi pena se agudizó mucho más. Entonces seguí comiendo como si todo estuviera bien pero ya estaba obstinado, mordía y mordía la bendita empanada y no se acababa (era como infinita),  y mi sangre se comenzaba a coagular, estaba más espesa, las venas me sobresalían de la sienes y de las muñecas, mi corazón latía fuerte  mientras otro pedazo de empanada bajaba por mi garganta y llegaba a mi estómago. Mi corazón quería como salirse de mi pecho, quería ir al hospital, me iba a dar un paro cardiaco; la chica que estaba sentada frente a mi notó la agonía que me invadía y comenzó a darme aire con un periódico, la señora Antonia traía un vaso con agua y lo acercó a mi boca pero yo no quise, y le supliqué que me prestara su baño al que llegué casi de rodillas.

                   Me senté en el inodoro, las piernas me temblaban y comencé a gritar del dolor, la señora Antonia preguntaba cómo me sentía, pero me era muy difícil de contestar. De pronto escuché la voz de la chica que me dio aire con el periódico, estaba asustada por los gritos que yo daba, los cuales eran imposibles de contener. Por un momento me sentí como una mujer en una sala de parto, mis extremidades inferiores se separaban por la fuerza que  estaba  atravesando mi parte trasera. Llegó una viejita que quería saber qué ocurría detrás de la puerta del baño, y su frase de Ave María purísima vino acompaña de un gran trueno que salió de mis entrañas. Un muchacho comenzó a reírse, decía que le iba dejar el baño hecho un desastre a la señora Antonia.

La última parte de ese gran monstruo que estaba trayendo al mundo ya estaba cerca,  y cuando por fin escucho el sonido de su caída en el agua del inodoro, un gran espasmo me dejó como idiotizado. Después de unos segundos allí sentando me levanté para tomar el papel y limpiarme, y cuando voy a bajar la palanquita del inodoro… el agua no tenía nada.





Posadero



por Daniela Nazareth


 Pérez  era muy selectivo y rígido cuando de su rutina se trataba. Todas las mañanas: preparaba el café, balbuceaba algunos sueños, escuchaba un par de gritos sofocados, abría las cortinas de la sala y buscaba el periódico, que fielmente dejaba el vigilante todos los días en su puerta. En fin, la misma rutina de todo posadero. Cuando sus inquilinos se volvían un poco alocados y salvajes, prefería ignorarlo; le gustaba olvidarse de la cosa e ir sorbiendo su café de poquito a poquito mientras leía los clasificados, subrayando algunos al azar y alegrándose cuando en la lista de desaparecidos veía rostros familiares. Éste se alegraba tanto que se iba caminando muy rápido, entre correr y escupir de la risa hasta el cuarto de sus amigos y les miraba con amor, mientras juntaba con un chinche un recorte  tosco de la noticia en la pizarra de corcho; le gustaba cómo habían salido sus amigos en el periódico, opinaba que se veían guapos. No podía disimular lo orgulloso que se sentía, ¡todo era perfecto! hasta que notó  a Claudia, allí todavía, tendida en el piso semidesnuda, con el cabello tan arrancado en partes, con pintitas de uva  en la piel. No sabía por qué ya no quería hablar con él, tal vez por el malentendido de anoche. "Extraño tanto sus grititos" pensó. Pero sólo cuando giró y observó que Lucho (tan muchacho alegre y altisonante) lloraba y lloraba casi en silencio... pensó que algo no estaba bien, que había demasiado desorden, que el rojo putrefacto ya no iba bien con la alfombra, que el mal olor invadiría su tan preciado estado Zen, que él era un hombre ordenado y no podría permitirse tal incomodidad,  que si pudiese gritar le diría a su inquilina (ya no amiga) que se levantase y largara.






Sssh....silencio que es hora de cenar


por Liwin Acosta

 La culpa la tuvo tía Lucrecia, nadie más. Ella sabía cómo se crispaban mis nervios cuando mi ración no era igual que la de los otros. Exasperado por su actitud, por lo demás insolente, comencé a deliberar sobre mi plan de hacerlos caer a todos y cada uno como piezas de ajedrez. Nos reuníamos sólo en la cena porque durante el día cada quién se ocupaba de sus deberes y no tenía tiempo para encuentros fallidos, o por lo menos eso fingíamos. La sordera era hereditaria y cumplía de forma terrible y tenaz con su insustituible papel de tradición familiar, algo así como el que cumplen los manteles blancos de flores azules o amarillas o esos platos de peltre mancillados y deformes que nunca hacen falta en una casa. El primero fue tío Rangel, sin proponérmelo el derrumbamiento comenzó como una parodia a la jerarquía, pues nunca tuvimos el más mínimo sentido de la autoridad. Cruzando el cuarto donde está su biblioteca, lo degollé para evitar cualquier ruido que pudiera ser alcanzado por los vecinos, que además de mirarme extraño también oyen. Lo dividí en secciones según el grosor de éstas y lo guardé en la gran nevera que había en el almacén. Me aseguré desde entonces, de buscar y llevar todo lo que necesitara ser refrigerado. No lo extrañaron mucho, todos creyeron que en un arrebato de clarividencia cristiana se había ido a buscar a la única hija que no lo conocía.  A tía Lucrecia le metí un batazo en la cabeza que, como dicen los periódicos: “le produjo exposición de la masa encefálica”. No quise hacerla sufrir mucho, aunque el odio me dictaba mil y una formas de torturarla.  A ella sí la extrañaron porque era la que cocinaba. Un poco desesperada por las inexplicables desapariciones, la Beba comenzó a sustituir a tía, resignada porque hasta ese día llegaba su apreciada libertad.  Aunque cuando comencé a hacerlo me guiaba una especie de principio de justicia, concluí pronto que era sólo una excusa para justificar el placer que sentía: los odiaba a todos.  Sus ojos adhesivos se me pegaban hasta hacerme sufrir de dolor, como si yo fuera un animal repulsivo o algo parecido. El Pocholo se me complicó un poco, el cuchillo que le clavé en el estómago no penetró lo suficiente y sacando fuerzas de ultratumba me zampó un derechazo que me dejó tumbado en el suelo.  Caí cerca de la escalera, por lo que un empujoncito me bastó para que el Pocholo se diera un resbalón directo al paraíso. Ante tanto hermetismo los nervios de la Beba cedieron y creyó  no tener  otra opción que  llamar a la policía. Mientras llegaban decidí darle a ella una despedida más sutil, la envenené  echando una tacita de pinolín en el té de manzanilla que bebía para calmarse. Con todos muertos  y matemáticamente divididos en la nevera, me dispuse a esperar a la policía, pero nada que llegan. Desde entonces, el único contacto humano que tengo son los clientes de la bodega, que cada día son menos porque cuando ven mi pierna y las costras que surcan mi rostro se espantan.  Me toca cenar solo y no me gusta, si hubiera sabido lo triste que era la soledad por lo menos dejaba a uno vivo.  Guardo las notas de desesperación como quien guarda bonitos recuerdos de una época pasada.  Hoy me comeré las nalgas de la Beba ¿no te gustaría venir? Eso sí,  entras por el portón de atrás y sin hablar porque aquí nadie escucha, todos somos sordos.






Desayuno





por Angélica A. Alvarado

           Hoy en la mañana tuve una conversación muy importante con Teresa: ¿Qué es mejor, desayunar violines o desayunar trombones? Por supuesto que ella defendía a los violines, "¿cómo empezar el día sin una buena ración de cuerdas?", decía. Pero mis argumentos para los trombones no estaban mal, es imposible que los vientos te caigan pesados.

          Después de discutir un rato, ambas comenzamos a dudar de nuestros instrumentos, pues cada una aportaba pros irrefutables para el suyo. Lo resolvimos así y creemos que se adapta bien a las necesidades nutricionales: una porción de cuerdas -para mantener hiladas las ideas-, una de vientos -para inspirar bien alto- y una de percusión -que equilibra los sabores-; acompañar con un vaso de jugo de naranja bien frío.








  

4 comentarios:

  1. Excelente ejercicio. Siempre espero ansiosa el final del mes con la imaginación hambrienta, saboreando la siguiente propuesta. ¡Me encanta! Un gran hip-hip HURRA para la Cátedra. <3

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